La plaza mayor de Morón de Almazán
Nuestra excursión a las Tierras de Almazán, la Soria Verde y la Laguna Negra
Texto: Francisco Alonso Crespo
La Historia, la historia con mayúsculas, se pasea por la plaza mayor de Morón de Almazán "como Pedro por su casa".
Y lo hace muy a gusto pues es una plaza muy hermosa. “Un impresionante conjunto histórico-artístico”, “una de las plazas más bellas del XVI” afirman los trípticos informativos e internet. No exageran. Su cuidado mantenimiento y su limpieza muestran el gran aprecio en que se la tiene en la actualidad.
¿Recuerdan Ustedes a Bertrand Du Guesclin (mercenario de Enrique de Trastamara) y su famosa frase “ni quito ni pongo rey; pero ayudo a mi señor” ? Pues fue señor del Señorío de Morón durante cinco años. Corría el siglo XIV, siglo de emocionantes historias. Los de Morón pueden presumir de haber sido mediofranceses, o al menos del dudoso honor de haber tenido como señor de horca y cuchillo a un mercenario francés, en un siglo que se pierde en la noche de los tiempos. ¡Quién les oyera pronunciar Morón d´Almazán a la francesa en pleno S. XIV!
Nuestra sorpresa fue mayúscula al encontrarnos de forma inesperada con un espacio tan bellamente organizado, tan adecuadamente restaurado y tan limpio. A esas alturas del viaje habíamos penetrado en la provincia de Soria y teníamos como horizonte las vecinas Tierras de Medinaceli y de Berlanga, y más en la lejanía, las Tierras Altas. Habíamos penetrado ya, a mediodía y con el sol de verano, en la Tierra de Almazán, la tierra de “la historia que no cesa”. No obstante, algunos de nosotros, entre los que me incluyo, no sabíamos que nos íbamos a encontrar, en pleno ambiente rural, con una de las plazas más bellas de España.
Me permito suponer que Machado, Azorín o Dionisio Ridruejo resumirían de esta manera el paisaje castellano que teníamos ante nosotros (vamos, digo yo): -En el centro de la comarca, un cerro. En lo alto del cerro, las ruinas de un castillo y de una muralla; en el declive del cerro que le resguarda del cierzo, una villa histórica. En lo alto de la villa una hermosa plaza mayor; en lo alto de la plaza, una iglesia con su torre plateresca. En lo alto de la torre, un campanario coronado por una cornisa con “elegante crestería”. Señores, estamos en la villa del antiguo señorío de Morón, un enclave histórico y monumental vecino a la antigua raya o frontera de los reinos de Aragón y Castilla. Cuenta con caminos carreteros para Castilla la Vieja y Aragón, y de herradura para Soria y Sigüenza. A siete leguas de Soria y dos de Almazán.
Pero precisemos por qué pasábamos por allí y qué hacía nuestro grupo de Aire Libre del Ateneo posando para una foto en esta amplia y bella plaza: Era sábado, habíamos salido de Madrid a buena hora e íbamos camino de las tierras de la Soria Verde, con la Villa de Vinuesa, la Laguna Negra y Montenegro de Cameros como metas más sobresalientes de la “Jornada Campestre” organizada por nuestra Junta Directiva (durante el fin de semana del 21/22 de Junio).
La verdad es que la primera parada del viaje, en Monteagudo de las Vicarías, nos había defraudado un poquito. Sus monumentos más notables, el castillo y la iglesia (junto con su muralla) estaban cerrados a cal y canto. Circuló una leyenda urbana: La señora que custodiaba esos monumentos y controlaba sus llaves acababa de jubilarse, se pasaba las noches de claro en claro ante la TV y no abría la puerta de la calle antes del mediodía. Más o menos como hacen los jóvenes actuales. Y sin ella no había nada que hacer (Y es que los chicos y chicas del imserso somos así).
Con gran curiosidad comenzamos a dispersarnos por la plaza...
Por eso la sorpresa fue aún más agradable al llegar a Morón. Con gran curiosidad comenzamos a dispersarnos por la plaza, contemplando el conjunto de fachadas y espacios y avanzando por los diversos planos del pavimento hasta ganar la escalinata de la iglesia. Pronto advertimos la armonía del conjunto desde cualquiera de sus diversas perspectivas.
Habíamos accedido por una calle lateral, desde el sudeste. Ante nosotros, hacia la derecha y en lo alto, se levantaba la torre plateresca seguida de la iglesia representando ambas una mole que dominaba y protegía a la plaza del viento del norte. Frente a nosotros destacaban dos hermosos edificios de menores proporciones, situados al abrigo de la iglesia: el palacio señorial de los Hurtado de Mendoza de estilo plateresco y el antiguo concejo, hoy biblioteca, del siglo XV. Estos nobles edificios abrían sus puertas y balcones al sur, la mejor orientación en una tierra fría. Ante ellos el rollo o picota, de principios del XVI, se erguía amenazador sobre un pedestal en el centro de la parte alta de la plaza. A nuestra izquierda y en la parte más baja, los soportales de las casas de una altura para los días de mercado. Detrás de nosotros y dando al norte, las casas de planta baja del pueblo llano (y tal vez algunos establos). Pequeñas terrazas y escalinatas se sucedían de forma ordenada para organizar los desniveles del terreno. Desde cualquier posición dominabas el conjunto. El centro de la parte baja de la plaza lo ocupaba una fuente monumental con dos pilones llenos de agua a rebosar. A ellos podía acceder el personal y el ganado desde las rampas que comunicaban la plaza con las calles del pueblo y el campo abierto. La plaza en su conjunto, y más en concreto la fuente, representaban a la perfección el principal cruce de caminos. Aquí el viajero, además de calmar la sed y descansar, y mientras las caballerías hacían lo propio, podía otear el horizonte y orientarse con suma facilidad. La plaza en su conjunto lograba ser un magnífico lugar de encuentro, con sus hitos organizados de forma clara y estética.
Visita a la iglesia
Habían transcurridos sólo unos minutos, los justos para triscar por allí y posar ante las cámaras de María The Great y otros, cuando una feliz coincidencia hizo que se abrieran ante nosotros las puertas del templo. Por ellas apareció un joven treintañero que vestía pantalones vaqueros y se comportaba con talante de ejecutivo agresivo y que no sólo disponía de las llaves de la iglesia sino que nos invitaba a pasar, con ciertas prisas, eso sí, pues le esperaban múltiples asuntos. Era el cura del pueblo, quien al igual que la Historia (la historia con mayúsculas) se paseaba por allí como Pedro por su casa. Desde el presbiterio nos mostró y explicó los aspectos fundamentales de la iglesia y la torre, y la relación de ambos magníficos monumentos con el carácter histórico y monumental de la villa y el señorío de Morón. Nos ahorró el sermón, cosa que es de agradecer, y nos entregó el par de prospectos turísticos que resultaron fundamentales para completar nuestra información. Le dimos las gracias. Por nuestra parte, sabiendo que contábamos con el tiempo justo, cada uno a su manera hizo su propio recorrido por el interior de la iglesia.
La posición de la salida de la iglesia nos permitía contemplar todo el conjunto desde lo alto de la plaza, apoyados en la baranda de la terraza más elevada. A simple vista sus edificios y elementos nos indicaban que no eran producto de la improvisación sino de las relaciones de poder, de las aspiraciones de la vida y de la estética a lo largo del tiempo. Así el paso de los siglos, especialmente los siglos XII, XIV y XVI, había ido dejando aquí su huella histórica y arquitectónica.
Recordando la Historia
Como nos cuenta Menéndez Pidal , estas tierras de Almazán, Molina y Medinaceli, en la Edad Media, fueron enclaves de cruce y frontera al sur del Duero, tanto entre los reinos cristianos y árabes como entre los reinos de Castilla y Aragón. Los respectivos señoríos, también el de Morón, fueron zonas de intercambio, apetecidos por las partes en litigio, los respectivos reinos. Así fue a lo largo de la Edad Media si bien los monumentos actuales provienen principalmente de los siglos XV y XVI. No obstante, en lo que a la Historia y las historias se refiere el más “interesante” es el siglo XIV.
En ese siglo las historias de las luchas en Castilla entre los diversos bandos y pretendientes no tienen desperdicio y hacen palidecer al thriller más truculento. El protagonista es Pedro I de Castilla , apodado el Cruel y el “emperegilado”. Su antagonista es su hermanastro Enrique de Trastamara , apodado el bastardo y el de las Mercedes, y tras él sus otros hermanos bastardos, Fadrique, Tello… hasta ocho hermanastros a los que Pedro persigue con saña. Las secundarias son sus respectivas madres, dos mujeres de armas tomar: María de Portugal, esposa de Alfonso XI y Leonor de Guzmán , su concubina. No faltan los extras: los bandos respectivos, el bando de Pedro y el bando de la alta nobleza que apoya a Enrique, y los mercenarios como Du Guesclin dispuestos a servir al mejor pagador. Desde el fondo, manejando los hilos, el Rey de Francia, el Papa de Avignon y especialmente Pedro IV el Ceremonioso , Rey de Aragón. La lucha entre Pedro de Castilla y su hermanastro Enrique es continua y encarnizada. Por otra parte, el tira y afloja entre los reinos de Castilla y Aragón en su pugna por la primacía peninsular tampoco cesa: dará origen a la que algunos llaman la guerra de los Pedros. Todos estos personajes se mueven entre continuos conflictos, pactos y traiciones, desafíos y luchas con desenlaces terribles o victoriosos según los momentos sucesivos. Como vemos, el reparto está al completo y el follón está servido: Es la emocionante Historia con mayúsculas que ahora se pasea por nuestra plaza mayor (y como se ve, la cosa iba de reales Pedros).
Así pues, este espacio de la plaza mayor de Morón, amplio y de varios niveles, adecuado para ver y ser vistos, en el que hoy nos movíamos nosotros, había sido uno de los principales escenarios en que se movían, iban y venían reyes y nobles, caballeros, clérigos y mercaderes, mercenarios y soldados, campesinos y siervos.
Las plazas, como las nubes y las personas, tienen un lenguaje
Nosotros recorrimos la plaza de forma más lúdica y peripatética que aquellos antiguos personajes. Por breves instantes (en tiempo siempre escaso) sentimos la sombra protectora de la iglesia y su bien proporcionada torre, admiramos la perspectiva, situación y armonía de los edificios, subimos y bajamos escalinatas, recorrimos los soportales. Algunos incluso nos colamos en el cementerio. Aunque parecía cerrado, su cerrojo herrumbroso cedió al primer triquitraca del sic transit (gloria mundi). En mi vida había visto otro cementerio con más pinta de cementerio que este abandonado de Morón : "Mataiotes mataioteton kai pata mataiotes".
Aparte de nosotros y el cura, nadie más asomó por la plaza. ¿Porque era sábado por la mañana o porque Soria efectivamente se está quedando vacía? En los siglos pasados la Historia se paseaba por aquí haciendo mucho ruido; pero ahora lo hace sola y silenciosa, tanto por la noche como por el día. En el resto del viaje observamos algo parecido: En Almazán, en Vinuesa, en Montenegro permanecía únicamente el sector servicios (que nos atendía a las mil maravillas), y algunos vecinos jubilados.
Las plazas, como las nubes y las personas, tienen un lenguaje. Hay nubes que nos dicen que va a llover y otras que anuncian tiempo estable. Las personas, en las raras ocasiones en que tenemos tiempo de escuchar, también nos dicen cosas. Y hay plazas que nos dicen muchas cosas y otras que no nos dicen casi nada. La plaza mayor de Morón es de las primeras. En esta plaza de Morón de Almazán las piedras hablan, las huellas en el pavimento son vestigios de los siglos y el agua de la fuente canta romances de frontera, de desafíos y traiciones. Y otras historias más cotidianas, de amores y chismorreos: Aplicando el oído se le oye murmurar la malicia que los del pueblo de arriba han colgado en internet: “Los de Morón, aparentan y no son”.
Con tan grata impresión nos dirigimos a Almazán, ya a orillas del Duero.
El sector servicios nos esperaba para la comida en un gran restaurante para bodorrios, situado fuera de las murallas y al otro lado del río, en el que se nos atendió muy bien y pudimos degustar los productos charcuteros de la tierra. Tras la comida nos reunimos al pie de las murallas para iniciar la visita al enclave histórico de la villa, en el bochorno de la media tarde. Como en los tiempos de Pedro I surgieron dos bandos: el de los históricos y el de los peripatéticos. El de los históricos, partidario de la visita inmediata al casco viejo, estaba formado por dos, y uno (que era yo) pronto desertó. Cruzando de nuevo el puente románico alcanzamos la alameda que bordea el río. Siguiendo la corriente del agua paseamos bajo la sombra de los altísimos chopos hasta dar con el puente para peatones que lleva a la pasarela instalada al pie de las murallas, tras una costosa subida que salva el enorme terraplén.
En Castilla hemos instalado robustas pasarelas de madera en los enclaves y monumentos históricos. Pasarelas en las murallas de Almazán, pasarelas en la Laguna Negra. Pasarelas a cualquier altura. Sin duda son necesarias para proteger los lugares; pero obligan a una visita casi virtual. Desde ellas se contemplan los edificios y enclaves unas veces a vista de pájaro y otras a vista de lagartija. Contemplamos el río a vista de pájaro y la muralla a vista de lagartija.
Siguiendo más o menos la ruta turística avanzamos por calles estrechas entre los muros de casonas y conventos. Todo estaba cerrado y tras las altas celosías imaginamos las consabidas imágenes barrocas y vidas olvidadas: Las imágenes barrocas en éxtasis perpetuo y las vidas olvidadas en una siestecita que algunos hubiéramos agradecido en una tarde tan calurosa (que a mí me hacía caminar “de turbio en turbio” y con muchísima sed).
Pronto dimos con la pequeña plaza mayor en la que estaba la Iglesia románica de San Miguel, del siglo XII, antigua mezquita : de ahí su cúpula califal -bóveda de arcos cruzados de estilo árabe.
No sólo estaba abierta sino que nos estaba esperando la guía turística. Si bajo el pórtico se estaba fresquito, dentro de la iglesia la temperatura era una delicia, de modo que seguimos con mucho agrado el habla tranquila y las magistrales explicaciones de la guía sobre los elementos destacables del templo y el crucifijo medieval descubierto en su restauración.
Sentados al fresco de la cúpula califal comentamos entre nosotros el misterio de los cristos enterrados en los recovecos de los templos.
Tanto esta señorita como la de la Oficina de Turismo de la plaza, ambas alnamantinas , eran cultas y muy amables y nos atendieron estupendamente. Nos hablaban en soriano: mirándote a los ojos y respondiendo con claridad a tus preguntas; demostrándote que estaban hablando contigo y no con la pared de enfrente o con la pantalla de su ordenador, o esperando una llamada del móvil.
Era obligado echar un vistazo al resto de “un patrimonio que reparte milagros por su casco antiguo, conglomerado del tiempo, historia, cultura y gentes” . En Almazán la historia recuerda los siglos obscuros pero también nombra a frailes y dramaturgos de siglos menos fieros y más cultivados. Aquí vivió y murió Fray Tirso de Molina y tiene una estatua Domingo de Soto.
La Tierra de la Soria Verde
Ya más despejados, tomamos el camino de la ciudad de Soria, bien es verdad que para dejarla a un lado pues nos dirigíamos, río Duero arriba, a la Tierra de la Soria Verde. Dejábamos atrás los escenarios de las historias medievales para llegar a tierras de pinares que alcanzaron cierto esplendor siglos más tarde. La Historia con mayúsculas no se ha paseado por ellos, por suerte para sus habitantes, lo cual no quiere decir que carezcan de interés y de leyendas, como Antonio Machado nos muestra en sus poemas y en “La tierra de Alvargonzález”.
Vinuesa es villa desde que Carlos III así lo decidió.
Está situada a media ladera y protegida por una cordillera cubierta de pinos, todo en derredor salvo al sur. Da todo el aspecto de un pueblo de montaña elegante y próspero. A sus pies se abre el pantano de Cuerda del Pozo que este año, lleno hasta las tapias de los prados, parecía un lago.
Nosotros nos alojamos en un hotelito nuevo y con encanto, situado a la entrada del pueblo y casi a orillas del agua, en habitaciones con vistas, con un nombre tan evocador como el de Alvargonzález, con un restaurante que usaba platos como los de Arguiñano y un chef que había recibido premios a la cocina moderna. ¿Qué más se podía pedir? Aquello parecía La Toscana.
Una vez instalados nos apresuramos a subir al pueblo. Desde las aceras de las tiendas se percibía el maravilloso olor de los diversos quesos y productos de charcutería de la tierra. Lo más granado de la excursión se interesó por los exquisitos níscalos en todas sus variedades, deshidratados al modo de las finas hierbas. Nos acercamos a la plaza mayor, entramos en la enorme iglesia (“un gran buque del siglo XVI con interesantes retablos barrocos”) para contemplar sus enormes columnas y su retablo restaurado a todo color, y salimos a todo escape para recorrer la calle real antes de que se fuera el sol tras la montaña. Vimos que las casonas de mayor importancia, con su blasón y sus cornisas de mucho empaque, numerosas y situadas bien en la calle real o en las pequeñas plazas, procedían de la segunda mitad del siglo XVIII, según indicaban las fechas marcadas sobre el dintel de las portadas. ¿Cuál era la causa de tanto esplendor en esa época? En conjunto las casas pinariegas, de una piedra dura con un color ocre muy particular, daban una gran prestancia al pueblo y contrastaban bellamente con el verde de las montañas y de los prados de la parte baja. Fuimos descendiendo por las calles adyacentes y todavía nos dio tiempo para llegar, por la calle que lleva al pantano y a los prados de pasto, hasta el caserón de un indiano, de estilo modernista y con una verja belle èpoque, de grandes proporciones, las justas para demostrar que le había ido bien en América.
Vinuesa la nuit
Tras la cena se imponía otra vueltecita para contemplar “Vinuesa la nuit”. La poca iluminación le daba un encanto mayor. En la placita del rollo unos vecinos tomaban la fresca sentados a la puerta de una de las casonas blasonadas. Eran gente amable y muy ilustrada de modo que nos dieron la explicación que buscábamos. La causa del esplendor de Vinuesa en la segunda mitad del siglo XVIII fue la explotación masiva de los pinares para la construcción de los navíos de la armada real en los astilleros de Sevilla. Reinaba Carlos III. A aquella época le sucedieron otras de diversa índole, incluyendo tiempos de decadencia durante los cuales la emigración a América se hizo frecuente en toda la comarca. En la actualidad Vinuesa presenta muestras de este devenir de los siglos más recientes, y en conjunto ofrece un aspecto realmente atractivo.
En la amanecida del domingo, antes de desayunar y de arrancar para la Laguna Negra con el grupo, volví a subir, esta vez por el viejo camino que va y viene del río. No había un alma en las calles. Sólo me crucé con un perro que me dijo: -¡Qué solos vamos los dos, colega!
La Laguna Negra: Aquí el agua ni canta ni baila; ni siquiera murmura.
En la Laguna Negra el tiempo no se mide por siglos sino por glaciaciones. Su visita es siempre la clave de una excursión que se precie. Llegamos a muy buena hora, en la mañana del domingo. Todavía no habían caído por allí los visitantes que inundaban el entorno para cuando nosotros ya nos despedíamos.
El grupo se dispersó por el entorno de la antigua lengua del glaciar. Los que no subían, bajaban; y los demás desfilábamos por las pasarelas. Es decir, cada cual iba a su bola. Pudimos estar un buen rato.
La Laguna Negra es así. No cambia. Ofrece la eterna belleza de lo inerte. Aquí el agua ni canta ni baila; ni siquiera murmura. Las leyendas son tan lúgubres que la han dejado paralizada.
Canta Antonio Machado :
“Llegaron los asesinos /
hasta la Laguna Negra, /
agua transparente y muda /
que enorme muro de piedra, /
donde los buitres anidan /
y el eco duerme, rodea; /
agua clara donde beben /
las águilas de la sierra, /
donde el jabalí del monte /
y el ciervo y el corzo abrevan; /
agua pura y silenciosa /
que copia cosas eternas; /
agua impasible que guarda /
en su seno las estrellas. /
¡Padre!, gritaron; al fondo /
de la laguna serena /
cayeron, y el eco ¡padre! /
repitió de peña en peña”.
Atravesar las montañas y pinares hasta llegar a Montenegro de Cameros, por aquella carretera desconocida llena de curvas, poco antes de la hora de comer y con el sol de mediodía, se nos hizo interminable. En lontananza, por un lado, los Picos de Urbión y, por el otro, la Sierra Cebollera. Más que pasar el Puerto de Santa Inés (casi 1800 metros) parecía que estuviéramos atravesando los Urales. Todo eran montañas tras montañas, todo bosques sin límite. Pero ante lo desconocido y lo incierto Aire Libre mantiene el temple y su lema es: Around the World: always something new!
Cristo se paró en Éboli y tampoco subió a Montenegro de Cameros...
Probablemente hizo lo que la mayoría de nuestro grupo, que sabe mucha gramática: tomarse una caña en uno de los dos bares de la carretera y sentarse a verlas venir por el Pico de Peña Negra.

Quede claro que adentrarnos en esta Tierra de la Sierra Verde mereció la pena. Era una zona totalmente desconocida hasta entonces para muchos de nosotros, una de esas zonas que, al quedar a trasmano de las grandes vías de comunicación, termina por hacerse invisible. Soria, como Guadalajara, Segovia o Burgos más que provincias son continentes que poseen Tierras ignotas, zonas inexploradas.
Con éstas nos volvimos a Vinuesa pues era la hora justa de la comida. Nos esperaba un nuevo restaurante, a la orilla del río Revinuesa, a la altura de los antiguos campamentos verticales, con su terraza y su césped. La elección resultó también muy acertada.
Y llegó la hora de abandonar las Tierras de Soria y volver a Madrid.
En fin, durante toda la excursión, el ambiente entre nosotros fue como siempre muy agradable, y el buen ánimo no decayó en ningún momento.
Por mi parte, no he arrojado a las alforjas del olvido a la señora invisible de las llaves en Monteagudo de las Vicarías, ni la cúpula califal y el cristo enterrado de Almazán, ni a las alnamantinas de mirada clara hablándonos en soriano, ni “Vinuesa la nuit” con sus casonas en la penumbra, ni las pasarelas de la Laguna Negra o la lejanía de Montenegro de Cameros. No obstante, debo decir que todavía hoy mi imaginación se escapa tras los pasos de la Historia, la historia con mayúsculas, mientras pasea sola y silenciosa por la Plaza Mayor de Morón de Almazán, con la torre plateresca de su iglesia, la foto de grupo al pie de la picota y la fuente de los chismorreos con sus dos pilones a rebosar.
Una vez más en este viaje, y aunque el ordenador se me asusta con tanta esdrújula y tanta tilde, es preciso decir que hemos hecho honor a la Docta Casa y hemos sido históricos/as, peripatéticos/as, gastrónomos/as y siempre intrépidos/as, respondiendo a nuestro lema: Around the World: always something new!
Tres Cantos, Otoño de 2008.
Fco. Alonso Crespo.